Nuestra principal meta es lograr que la gente tome conciencia de que tiene que castrar a sus animales, porque ahí es donde comienza el ciclo del abandono. No hay forma de cortar la superpoblación animal si esto no cambia. El abandono es lo que nos moviliza. Verlos en la calle y saber que al menos podemos salvar a uno de mil, eso es lo que nos motiva a seguir a pesar de todos los contratiempos.
EN EL ÚLTIMO BARCO
Personas que migran hubo siempre. Algunas viajan en busca de una mejor calidad de vida, otras huyen de destinos fatales, de guerras, de miedos y de hastíos. Son seres que se trasladan de un punto a otro del globo, esperanzados, asustados, con incertidumbres y anhelos. Malvina Abraham llegó a la Argentina hace 76 años para quedarse. Como tantos otros inmigrantes, escapaba de la que sería la Segunda Guerra Mundial. Polonia, su tierra, estaba siendo amenazada por el régimen nazi alemán y, para ella y su familia judía, “la única opción era irse”. Fue una niña que supo en carne propia lo que significaba “empezar desde cero”. Ahora dice ser “una mujer de aquí y de allá” y sueña con un mundo mejor.
Por Rocío Fuentes
Sus rasgos europeos se exhiben casi sin querer y hacen justicia al paso de los años. Las numerosas experiencias que antaño vivió se cuelan por el rabillo de sus ojos claros y desembocan en una sabiduría que ella parece no advertir. Malvina Abraham es oriunda de Kobryn, una ciudad alguna vez polaca que hoy ya no lo es, por los cambios que se dieron en el mapa mundial luego de la Segunda Gran Guerra.
Quieta, reposando en una de las sillas de su living, con una calma particular, comienza su relato, mientras una sonrisa trasciende sus mejillas. “Mi papá ya hacía dos años que estaba acá, en la Argentina, cuando nosotros vinimos a mediados de 1938. Partimos en el último barco, seis meses antes de lo que fue la invasión nazi en 1939, es decir, antes de que se declare la guerra. Fuimos de Polonia a Londres y de allí a Buenos Aires, un largo viaje”, cuenta y, casi de repente, sus facciones se endurecen. Ella arribó al país con apenas 7 años, de la mano de su madre y de sus dos hermanos mayores, escapando del segundo conflicto bélico mundial que se avecinaba, ese que destrozaría familias y países enteros.
“Mi papá vino de pura casualidad. Era peluquero y al lado de su negocio se abrió una casa de turismo. Se hizo amigo del dueño y éste, en una de sus largas charlas sobre la situación por la que pasaba Europa, le dijo “¿por qué no se va a la Argentina? Puede ir como turista y quedarse como inmigrante”, narra Malvina, naturalizando aquel diálogo ocasionado tantísimo tiempo atrás. Su madre nunca quiso quedarse en Polonia porque había un ambiente muy antisemita y los judíos lo padecían en cada rincón del país. Esto hacía que el progreso fuera casi inalcanzable para ellos, sobre todo para sus hermanos varones, a quienes les era difícil estudiar y trabajar asediados por la discriminación y el rechazo. Ella afirma que su mamá quería vivir en libertad y proporcionarles a sus hijos una realidad mejor y que “repetía hasta el cansancio: no tengo hijos para que los exploten otros”.
“Llegamos acá con una mano atrás y otra adelante, la situación fue muy dura. No teníamos más familiares, estábamos solos y no sabíamos el idioma”, explica, acompañando con sus manos cada palabra. Traga saliva, une los labios, abre los ojos ampliamente y acota: “Mi hermano mayor, que en ese entonces tenía 16 años, se puso a trabajar y mi papá se esforzó aún más, porque con la familia cerca, se sentía contenido”. Su madre no trabajaba porque “no sabía el idioma” pero, gracias a ella, nunca les faltó nada. “Mamá cosía, remendaba, lavaba, cocinaba, hacía pan y tortas”, rememora con añoranza.
En principio, compartió con sus progenitores y sus dos hermanos una única pieza alquilada. Allí vivían “muy apretados” pero se sentían “dichosos de estar juntos y bien”. Luego, y gracias al “temperamento inquieto” de su madre, consiguieron la ayuda de un tío que residía en Estados Unidos, quien estaba mejor económicamente y les “dio una mano” para que pudieran mejorar su situación. Así, se acomodaron y fueron prosperando.
Para una nena de 7 años, irse de su país, dejar a sus tíos, primos y amigos atrás, fue un cambio muy importante pero Malvina asegura: “Yo observaba mucho a mi mamá y, como ella estaba contenta, a mí me parecía bárbaro, además, era toda una aventura”. Quizás, con tan corta edad no dimensionaba lo que ocurría en aquel momento pero su madre la convencía con la frase que toda niña ama: “¡Vas a ver que tu papá te va a esperar con una muñeca!”. Eso nunca ocurrió pero su padre, sin dudas, le abrió la puerta al futuro que Polonia le negaba.
“A nadie le gusta dejar su país para irse a otro lado pero mi mamá tenía una visión distinta, por suerte”, razona mientras su mirada resplandece. Ella sabe que eso fue lo que, finalmente, los salvó del Holocausto. “El antisemitismo se sentía demasiado por aquellos días y ya se percibía lo que iba a ocurrir pero mucha gente tenía la ilusión de que no iba a pasar nada, que era un conflicto político y que las cosas se iban a calmar”, evoca Malvina con la mirada perdida y algo decaída. Su familia era muy grande pero quedó en Polonia, todos sus parientes fallecieron durante la ocupación nazi. Cuando ella llegó a Argentina, era en vano juntar dinero para traer a alguien más porque ya se había cerrado la inmigración. “Fue un desastre muy grande, más que conocido por todo el mundo. No había escapatoria, sólo nos salvamos los que nos fuimos. Había que empezar la vida desde cero en otro lado”, suelta, suspirando profundamente, acongojada.
Aunque reconoce que el idioma fue lo que más les costó de la adaptación a una cultura tan diferente, admite: “Mis padres me mandaron enseguida a una maestra particular para aprender castellano, así podía seguir estudiando. A los tres meses ya hablaba perfecto. Hice toda la escuela acá”. Su familia siempre propició que todos terminaran los estudios y progresaran porque “la educación es la base de la persona y eso, a la larga, se nota. Lo que aprendemos en la escuela y en la casa, es algo que nunca se pierde. Las raíces siempre vuelven, por eso, es importante prestar atención a los valores que nos inculcan de pequeños”.
“Ahora que lo pienso, me doy cuenta de que lo que me atrajo de mi marido fue la honestidad porque es algo que escasea en este tiempo”, resuelve Malvina con la voz entrecortada, que la acompaña toda vez que nombra a su esposo entrerriano, argentino, quien “se fue” hace ya once años. Lo conoció en una fiesta, fue una “cosa rara” porque ella no salía y, menos, a bailar. Su rutina era, más bien, cultural: “era muy lectora y estudiosa”. Su hermano mayor le insistía: “vos no vas a conseguir novio nunca porque esperás que venga alguien y tire el saco en el medio de la calle para que puedas cruzar. Tenés que ir a un baile”. Las frecuentes cargadas, surtieron efecto y el primer día en que pisó uno, 50 inviernos atrás, advirtió al amor que, con sólo preguntar “¿baila?”, le “robó el corazón”.
Malvina heredó el carácter transgresor de su madre y con 15 años se puso a trabajar, a la par de otro de sus hermanos: “Tuvimos, durante diez años, un negocio de ropa de modas en la calle Santa Fe 3537. Siempre me sentí muy cómoda pero, antes de casarme, mi marido me dijo: no trabajás más, te quedás para criar los hijos. Eran otros tiempos, otro sistema de vida, y me pareció bien”. Ya casada, adoptó también el apellido Man y, mientras su esposo trabajaba y terminaba la carrera de contador, fueron llegando sus tres hijos varones. Orgullosa y alegre cuenta que son “chicos de mucha capacidad y profesionales exitosos” que le han dado siete nietos “preciosos, responsables y amorosos”, quienes la llenan de mimos y le dicen, cariñosamente, Papapa.
“Tuve la oportunidad de volver a Polonia pero la verdad es que no me tiraba regresar”, asevera con seriedad y seguridad. Luego, se toma unos instantes para frotar sus manos y prosigue: “Hace varios años, mi hijo mayor estaba viviendo en Hamburgo por razones de trabajo y, con mi esposo, fuimos a visitarlo. Nos llevó a recorrer gran parte de Alemania y, cuando pasamos por un lugar cerca del límite con Polonia, me preguntó: mamá, ¿te gustaría ir? yo te llevo; le dije que no. No me atraía, no tenía allí familiares a los que visitar y hubiese sido remover algo que no quería, que no me haría bien”.
El pensamiento de Malvina Abraham no es casual, muchos inmigrantes dejaron su tierra natal en el olvido porque era sinónimo de todo lo que querían evitar, de todos sus males. Quizás, ella lo adquirió de sus padres y hermanos, quienes tampoco retornaron a Polonia. Su vida en el viejo continente pertenece al pasado, lo “enterró” porque perdió todos sus lazos allí y lo que pasó fue “demasiado doloroso para todos. Cuando vinimos sabíamos que no había que mirar para atrás, comprendíamos que nuestra vida era de ahí en más. Sólo nos quedaba tener memoria por todos los que murieron”, concluye, con la mirada brillante que amenaza con llorar.
Se acomoda en la silla, mira a su alrededor. Su casa es muy acogedora, con muebles antiguos y adornos por doquier. Numerosos cuadros visten la habitación, la mayoría son de sus siete nietos a los que nombra repetidas veces, avivando el brillo de sus ojos. Sin premeditarlo, comenta que el departamento le “queda grande” ahora que su esposo ya no está y las reuniones familiares son cada vez más esporádicas por la aceleración en la que vivimos en esta época.
Sus 83 años, aunque recién cumplidos, la avalan para señalar que Argentina fue “un buen lugar para hacer su vida”, donde tuvo “la suerte” de conseguir un “gran” compañero, con el que tenía una “muy linda” relación, fruto de la cual nació un grupo familiar muy grande y “unido”.
Para reprocharle a este país sólo tiene dos cosas. La primera es que “Juan Domingo Perón les abrió las puertas a muchos nazis porque traían plata. Esa que robaban de las casas de la gente que mataban durante la guerra”. La segunda, que “la filosofía antisemita que estos individuos traían, fue diseminada en Argentina de algún modo y propició el nacionalismo que opinaba que el inmigrante no correspondía al país”. “Sin embargo –apunta Malvina– este es un país que se ha construido gracias a los extranjeros”. Calla un momento, se acomoda el cabello y reflexiona, puntualizando con su dedo índice sobre la mesa redonda cercana: “Si uno venía acá era para tener la posibilidad de desarrollarse. Si se la negaban, se quedaba sin nada”.
Sobre el mundo hoy y los cambios que exige, observa que el conflicto bélico del cual fue testigo, debería servir como ejemplo de lo que no hay que repetir: “Por querer ser más poderoso y tener más dinero que otros, se olvidan las necesidades y mueren muchos civiles inocentes”. De todos modos, reprocha que la situación no ha cambiado tanto desde la segunda guerra y que el mundo se debate entre unos pocos que deciden por todos: “Parece que el ser humano no aprende nunca”.
“Creo o, mejor dicho, espero –rié ante su corrección, un tanto resignada– que haya un avance, un cambio de pensamiento en el planeta y, aparte, estoy muy ilusionada con el nuevo Papa, que me parece fantástico porque tiene una personalidad muy conciliatoria y una mirada positiva y adelantada. Pienso que él va a lograr muchas cosas para alcanzar la tan ansiada paz”, sentencia con aquella sonrisa contagiosa que aún confía en la promesa de un futuro mejor.