sábado, 25 de mayo de 2019

Nota color: Dos trabajos más para compartir

Comparto con ustedes los muy buenos trabajos realizados por Nadia Wojszko y Federico Ulbrich, dos alumnos de 2015.



Tanguera del Tren Mitre
Por Nadia Wojszko
Keila se acaba de enterar de que dos músicos se le adelantaron y ocuparon la estación Belgrano C. del ferrocarril Mitre, cuyo ramal Retiro-Tigre recorre cantando tango los miércoles y/o viernes de cada semana. “Cuando canto parada en la estación me siento más segura porque la que cambia es la gente, no yo. En el tren, la que se mueve de vagón en vagón soy yo.” Ella supone, a partir de un encontronazo anterior que tuvo con los músicos, que no compartirán el espacio de la estación, actitud que condena porque ella cree que entre artistas y vendedores de la calle “hay que ser solidarios”. Entonces, no le queda más remedio que cambiar de planes.
Keila Tonello tiene 32 años, es oriunda de Federación, Entre Ríos, y reside actualmente en San Fernando, provincia de Buenos Aires. Dueña de una voz sólida y arrabalera, elige el tango para cantar en el tren porque, por un lado, como ella dice, le da fuerza y la obliga a tener presencia y, por el otro, “porque hay pocas mujeres que lo canten ya que es un género muy machista”. Su contextura física es menuda, su tez, color tierra y su cabello, corto, nutrido, negro y ondulado. Dice tener facciones de los años ´30 y explica que tiene un gusto estético por esa época, otra razón por la cual opta por el tango. El monto que gana por jornada en tanto que “artista callejera”, como ella se define, es muy variable y oscila entre los 300 y los 700 pesos. El resto del dinero que necesita para vivir lo consigue animando fiestas infantiles o para adultos.
Debido al encuentro sorpresivo que acaba de tener en la estación, Keila le da un giro a sus planes. “Esto es así: en la calle, hay que lidiar con los otros músicos, los vendedores, la gente de seguridad del tren”, comenta. Con bafle y mochila en mano, ella aguarda en el último vagón a que el tren arribe a la terminal de Retiro y vuelva a arrancar en sentido inverso, hacia Tigre. Súbitamente a las 17:15 un malón de cuerpos apresurados ingresa al vagón. Es viernes y probablemente muchos de ellos estén emprendiendo el regreso a casa. Las puertas del tren se cierran, señal que indica que es el momento propicio para que el show comience.
Con una mano temblorosa enciende el amplificador: “Siempre se siente ese vacío antes de empezar”, confiesa. Su voz hablada es tan sólida y tiene tanta presencia como su voz cantada. Suena la pista- la cual reproduce desde un celular-de Callejera, tango con el cual se siente muy identificada: “Antes de dedicarme a cantar, vendía viandas andando en bicicleta”. Y concluye riéndose: “La chica no se podía quedar en la casa”. Se atrevió a convertir al transporte público en su escenario de preferencia el año pasado, tras una ruptura amorosa que la marcó: “Al principio, terminaba de cantar con un nudo en la garganta. Ahora él se arrepintió, pero el tren ya pasó”. Keila comienza a cantar y enseguida capta la atención de varios pasajeros, sobre todo de un hombre que la mira fijamente con deseo-de fusionarse con la canción o con ella-mientras hace la mímica de la letra con los labios.
La voz de Keila supera en volumen a la de una mujer que habla por celular y a las ruedas del tren corriendo por las vías. Tres nenes que piden limosna, el más chico con un pie calzado y el otro desnudo, se ríen puerilmente porque Keila los mira a los ojos mientras canta, luego la contemplan embobados. Callejera culmina y Keila reproduce una pista de tango para pasar la gorra entre los pasajeros del vagón. Quince le dejan dinero y el mayor de los tres nenes que la miraban le entrega una moneda probablemente donada por un pasajero. Ella se traslada para instalarse en el vagón contiguo, por un lado, porque su oficio así lo exige y, por el otro, porque entra en escena una cantora que lleva una guitarra, tanteando a causa de su ceguera.
El Mitre se detiene en la estación de las Barrancas de Belgrano donde hay un recambio de pasajeros, porque es un punto nodal del transporte porteño. Keila canta El Choclo mientras hace algunos pasos de baile. Entre los trajes grises y las camisas blancas, ella se distingue por llevar un vestido naranja que le llega hasta las rodillas con dibujos de rosas blancas y bordó. Unas medias rojo chillón le cubren las piernas y unas zapatillas de cuero marrón, sus pies. A cara lavada, sólo lleva sus labios delgados maquillados en rojo.
Garganta con Arena inunda el tercer vagón del tren mientras las casas del barrio de Núñez transitan por las ventanillas y un sol anaranjado se encamina a su puesta. Un señor de unos setenta años mira a Keila disfrutando de su canción y dice que “los tangos son clásicos, son como Mozart”. El tren para y el clímax del tema se entremezcla con la voz locutora: “Usted está en estación Rivadavia. Próxima estación...” Un hombre se baja y, en un impulso, vuelve a subir para dejarle dinero. Keila continúa su repertorio con el tango que, aunque poco conocido, es uno de los más aplaudidos por los pasajeros “¡Che, Gorda! Lo decís de una manera, sin mirarme tal siquiera, me dan ganas de llorar. ¡Che, Gorda! Pensá un poco y sé buenito, ¿qué culpa tengo negrito si no puedo adelgazar?”, dice el estribillo. Antes de bajarse en la estación Vicente López, un hombre vestido de traje le deja dinero. “Gimnasia sueca y flexiones, baños turcos y fricciones, masajes del esternón. Un mes que no como nada, tengo la sangre arruinada de tomar té con limón”. Keila aprovecha el interludio: “La única dieta que me funcionó fue la de la separación”, le dice a una mujer que la mira riéndose. “Ella se ríe porque lo está pensando”, le comenta a los pasajeros antes de arrancar con la segunda parte. Al pasar la gorra, Keila recibe contribuciones de doce personas. Hoy tiene una tarde afortunada, en el sentido más literal de la palabra.
San Isidro es una de las estaciones más generosas, en efecto, 16 pasajeros le dejan dinero a voluntad y una mujer le solicita una tarjeta personal. A las 18:03 el tren pasa por Victoria, aproximándose a la terminal, sólo iluminado por su artificial luz blanca porque anochece. El tren está casi vacío y el frío se siente mucho más. Keila canta el estribillo de Nostalgias apoyada sobre una baranda. Luego, decide cerrar su repertorio con el tango inmortalizado por Tita Merello, otro de los que más gustan entre los pasajeros. “Se dice de mí… Se dice de mí, se dice que soy fiera, que camino a lo malevo, que soy chueca y que me muevo con un aire compadrón. Que parezco Leguisamo, mi nariz es puntiaguda, la figura no me ayuda y mi boca es un buzón”. Un vendedor de trapos amarillos se sienta a contemplarla. Culminada la canción, Keila toma asiento y se pone a conversar con él. El hombre tiene una entonación de borracho y le cuenta que trabaja de vendedor ambulante desde los ocho años.
El tren arriba a la estación Tigre y Keila decide emprender el trayecto de vuelta cantando. Sabe que se bajará en la estación Belgrano C. para cobrarles revancha a los músicos que la obligaron a cambiar sus planes al inicio de su jornada. Keila recuerda que un día en el que mientras cantaba en esa estación, un señor ciego pidió que lo ayudaran a cruzarse de andén para poder escucharla. “Esas son las cosas que me dan fuerza para seguir”. Ella siente que su trabajo es crear algo de magia en la rutina grisácea de viajar en el transporte público.

Por la vida, en globo
Por Federico Ulbrich

Ángel Emilio Collante es un vendedor de globos que desde hace más de 35 años camina las calles del barrio de Belgrano para alegrar a los niños con su inflables de colores. A los 15 comenzó esta profesión y desde entonces nunca dejó de trabajar hasta llegar a ser uno de los personajes más conocidos de la zona norte de la Ciudad de Buenos Aires.
Son las 15:45 de un viernes. Desde las ventanas del colectivo se puede observar a un hombre cargando globos y pelotas colgando de un palo con forma de T. Todo aquel que camine cerca de Cabildo y Juramento lo conoce, aunque sea de vista. Tal vez antes era más normal ver un vendedor de globos por la calle, pero hoy es uno de los pocos que aún continúa en el negocio. Ángel Emilio Collante, mejor conocido como "Pino", tiene 74 años y desde hace más de 50 se dedica a vender globos y pelotas inflables. Es innegable que, a pensar de todos los nuevos entretenimientos que puedan tener los chicos, esos juguetes llenos de aire no pasarán de moda. Sus colores tan llamativos son, tal vez, el motivo por el cual uno se los quede mirando al pasar. Esto es lo que le permite a Pino seguir trabajando como en aquellos primeros años. Y cabe aclarar, de manera sumamente profesional. De hecho a este cronista le costó conseguir que le dedicara algunos minutos para poder conversar. Él no quiere dejar de caminar y los únicos días libres que se toma (los lunes y los martes) no los usa más que para descansar. Una vez convencido, la charla continúa en unos de los bancos de la plazoleta con juegos que está al costado de la Iglesia Inmaculada Concepción (también conocida como “La Redonda”). Deja a un lado su portaglobos con el cual carga sus productos mientras va caminando por las calles del barrio. Es probable que pese más de 20 kilos y no se lo ve muy cómodo para transportarlo. Sin embargo siempre que uno lo ve trabajando es con él encima. “Lo tengo desde los años 70”, afirma. Al escuchar hablar a Pino se le nota un defecto en el habla producido por una embolia que tuvo cuando tenía 22 años. “Esa vuelta fue el único momento donde estuve tanto tiempo parado” dice moviendo la cara y con esfuerzo. Si bien le cuesta decir las palabras, su dialogo es fluido y tomándose su tiempo puede conversar sin mayores inconvenientes.
Cuando tenía 15 años, y trabajaba en una zapatería, se encontró en una parada de colectivos de la Panamericana con un vendedor de globos y quedó fascinado. Volvió a su casa y le contó al padre que quería cambiar de trabajo y probar suerte. Con su aval, volvió un día a la parada de colectivos, juntó coraje y le comentó a aquel vendedor su intención de trabajar vendiendo globos. Fue entonces cuando decidió abrirse camino en un nuevo oficio. "Resultó que el tipo tenía como 15 empleados que vendían globos por toda la ciudad. La primera vez que lo vi me quedé pensando todo el viaje hasta mi casa. La segunda vez, ya más decidido y después de observarlo por un buen rato, me acerqué y le pregunté si me podía tomar. Supongo que me vio joven y entusiasta, porque aceptó al instante", cuenta orgulloso. Todo al principio fue aprendizaje. Nunca le fue difícil vender globos, pero dependía mucho del lugar. Comenzó trabajando en la zona norte de la provincia de Buenos Aires como empleado de aquel vendedor. “Anduve también por Munro y Flores hasta que descubrí el barrio de Belgrano, y acá me quedé", sentencia. Unos meses después de aprender el oficio decidió organizar su propio negocio. Cuando se pone a hablar sobre quién lo ayudó durante aquella primera etapa como vendedor independiente se lo ve muy emocionado. "Mi papá me compró los tubos de gas y empecé por mi cuenta. Él nunca vendió nada, siempre trabajó en la construcción, pero me daba buenos consejos de cómo ganar en la calle”. Durante la entrevista, algún niño que pasa se queda mirando los globos y pelotas, pero los más interesados parecen ser los grandes. Y claro, Pino es toda una eminencia en la zona. Es normal, según cuenta, que lo inviten a tomar un café en algunos de los bares de la zona y los transeúnte lo saluden como si lo conocieran hace mucho. Su guardapolvo azul y el portaglobos son distintivos inconfundibles para reconocerlo.
Su mejor época de trabajo fue durante los años 70. Llegó a vender más de 100 globos por día, según cuenta, y nunca le faltaron ofertas de trabajo. Lo han llamado de la televisión y lo contrataron varias productoras para trabajar de extra haciendo de lo que mejor sabe hacer: vendedor de globos. “Hasta con Mirtha Legrand me tocó participar” dice Pino. Sin embargo continuó eligiendo la profesión que comenzó durante su adolescencia, a pesar de las malas épocas del país. “Siempre me las arreglé como pude, de manera honrada y laburando de domingo a domingo si era necesario” dice orgulloso. “Ahora ya no. Me tomo los lunes y los martes para descansar, porque los sábados y domingos es cuando mejor vendo. Me voy por Palermo y la Costanera. Ahí sí que se vende bien.” En su vida tampoco faltaron las mujeres. Habiendo enviudado dos veces eligió casarse por tercera vez y hoy lo esperará Nelly con la comida lista cuando termine de trabajar y vuelva a su casa de Munro. “Cuando llego me gusta sentarme en el sillón y ver un rato la televisión. Después de caminar todo el día tengo ganas de distraerme antes de irme a dormir”.
Para dar por terminada la conversación, Pino se pone de pie y se dispone a levantar y acomodar el portaglobos. Quedan muchas preguntas por hacer como dónde guarda todo su material de trabajo cuando termina el día; por qué cambió los globos por las pelotas; si tiene intención de jubilarse o si planea dejar a alguien a cargo del negocio en algún momento. Todas las respuestas deberán esperar a ser respondidas en otra oportunidad. El tiempo de descanso ya se cumplió y como buen empleado, Pino debe volver a su puesto de trabajo. Se va caminando a paso lento, moviéndose de lado a lado. Se parece a un barco en el mar, en el cual la vela va siendo empujada por el viento. Pero claro, algo es seguro. Si él decidiera usar algún medio de transporte para ir por la vida, no elegiría ir por mar y tampoco por tierra. Seguramente elijaría ir por aire y viajando en globo.

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