domingo, 21 de abril de 2019

La crónica

Comparto con ustedes algunos ejemplos para que tengan una referencia más clara sobre este género. Lean el material, vale la pena.



Sufría epilepsia y tuvo un ataque el martes por la mañana. La familia pidió una ambulancia, pero después de un par de horas llegó y se negó a entrar, incluso con escolta policial. Los vecinos lo cargaron, pero la ambulancia ya no estaba.

Oficialmente, la inundación en La Plata dejó 51 muertos, el 84 % de más de 50 años. Pero todo indica que el número aumentará: las historias de cadáveres que no aparecen se repiten en las colas de los supermercados y hospitales. La lluvia arrasó con todo. Trajo soledad, tristeza y verborragia: los platenses sacan de adentro su desdicha como sacan los muebles húmedos a las veredas. Cuatro cronistas recorrieron la Ciudad, hicieron entrevistas y descubrieron que si bien el agua bajó todavía es muy pronto para procesar la pérdida.

Detrás del escrache al dictador Videla, de alto contenido simbólico, hay diez años de militancia de H.I.J.O.S. A la espera de mayor Justicia “ordinaria”, esta vez estuvieron gritándole al asesino los nietos restituidos por el trabajo de Abuelas. El NO cuenta la trastienda.

Escasa fue la parafernalia que se utilizó para promocionar el acto que tendría por objeto recordar a las víctimas del terrorismo “marxista y leninista” de la década del ’60 y ’70: un par de volantes repartidos en los cuarteles, algunas gacetillas difundidas tímidamente y el espacio brindado a Cecilia Pando en el programa de Mariano Grondona el domingo 21 de mayo de 2006.


Escritas por alumnos de otros años

Adictos al alcohol | Por Aníbal Furcinitto-Comisión 33 

La cita era a las 20:30, paradójicamente, en un horario ideal para una cerveza o un vino. La gente llegaba de a poco. Sin llamar mucho la atención, tratando de pasar con disimulo. Seguramente, no querían que los vieran ingresando a una reunión de alcohólicos en rehabilitación. Diego D. fue el último en entrar, siempre hace lo mismo: aguarda a que lleguen primero los demás para luego ingresar cuando todos estén adentro. “De esta forma no tengo que saludar en la puerta, así paso de una y nadie me ve”. Él vive a cincuenta metros de la Parroquia de las Mercedes, en Belgrano, lugar donde todos los viernes en el mismo horario, desde hace 10 años, el padre Jorge reúne a su grupo para charlar sobre la vida, la actualidad y, principalmente, la adicción al alcohol. “Acá no hay enfermos, acá no se cura ni se dan soluciones mágicas, acá se ayuda a la gente a convivir con su adicción”, dice el sacerdote. En el fondo, todos saben que es difícil recuperarse definitivamente. Rodrigo V. es un buen ejemplo. Estuvo en la primera reunión de todas, allá por enero de 1996, y jamás se ausentó ni pensó en dejar el grupo. Sabe bien que tiene serios problemas con el alcohol, le gusta mucho la cerveza y más, el fernet. “No podía parar de tomar. Primero era sólo los sábados, con mis amigos. Luego también los viernes con mi novia, después en el trabajo, necesitaba estar borracho todo el tiempo, lo disfrutaba mucho”. Su relación de pareja se desmoronó, lo despidieron de varios empleos, chocó varias veces su auto –la primera vez que manejó su cero kilómetro, se embriagó y abolló la puerta en el estacionamiento- hasta que una noche de borrachera dejó puesta su tarjeta de débito en el cajero y le vaciaron la cuenta. También olvidó un papel con su clave personal que siempre llevaba consigo para recordar el número, ya que “cuando estoy borracho me olvido de las cosas”. Ahí dijo basta.

El padre Jorge –al que en sus épocas de juventud habían apodado catarata porque no paraba de tomar- invita a cerrar la puerta y a comenzar con la reunión. Todos se sientan en unas precarias sillas de madera, formando un círculo. Jorge pregunta, en tono amable y cordial, cómo pasaron todos la semana. Luego cede la palabra a los integrantes del grupo que, lentamente, van dejando la timidez de lado. Gonzalo B. es el primero. Confiesa haberse embriagado con cerveza el sábado por la noche. Fue a un boliche y besó a una mujer. Gonzalo está en pareja desde hace 8 años y planea casarse el año que viene. Esto lo aterra y lo empuja a la bebida. Luego es el turno de Marcela R. que aún sigue enamorada de su ex novio y encuentra consuelo en el alcohol. Quien toma la palabra se pone de pie y se mueve hasta el centro de la ronda. La sala no es muy grande, es acogedora, las paredes están cubiertas con láminas que aluden a Jesús. Lejos está Emanuel V. de las publicidades de cervezas y otras bebidas que solía encontrar en los bares. “Hace nueve meses que no tomo una gota de alcohol, por momentos siento una ansiedad terrible, ganas de ir al supermercado chino, ese que vende barato el vino, comprarme un par de blancos, encerrarme en mi cuarto con la música a todo volumen y embriagarme, pero no lo hago”. Él, como todos los demás, encuentra una recompensa todos los viernes. “Desde que no tomo alcohol, mejoré mi rendimiento deportivo y hasta me va bien en Grafología, ayer me saqué un diez”.

A las 21:15 suena una campana. Quizá alguna misa nocturna. No, aunque cueste creerlo, esta indicando el recreo. Parte del grupo se queda participando de un debate futbolero sobre las chances de Argentina en el mundial, en un tono de voz mucho más elevado que el utilizado para hablar de la vida personal de cada uno. El resto del grupo sale al patio descubierto, seguramente para prender algún cigarrillo. Quizá, en un futuro, también tengan que ir a charlas sobre tabaquismo. Luego de llegar a la conclusión de que, seguramente, Brasil será el campeón y que Argentina sólo puede llegar a la final, se reanuda la sesión. La gente está ahora mucho más distendida, se ven algunas sonrisas y hasta alguien se anima con algún que otro chiste. Emiliano C. es el bromista del grupo, aunque a veces se pasa de raya y algunos se enojan. “Yo cargo, pero no tengo problema con que me burlen a mi. Es más, en una borrachera confundí a un hombre con mujer y ya no me molesta que me jodan con eso porque es parte del pasado, ahora las cosas son distintas”.

Ya son las 21:40 y aún quedan por escuchar los testimonios de Matías C. y de Martín D. Es el turno de Matías pero, repentinamente, se pone el abrigo y se marcha. “Perdónenme, ya bastante me cuesta venir hasta acá, contarle mis cosas a ustedes. No me voy a poner a hablar de lo que hago o dejo de hacer delante de un desconocido” El ruido del portazo retumba en toda la iglesia. Quizá no vuelvan a saber de él. “Este Matías está cada vez más loco”, dice Diego, uno de los más callados. Los demás asienten en silencio. Ya es tarde, se hace la hora de la cena y muchos comienzan a mirar el reloj. Entonces, Jorge se pone de pie y camina hasta un armario, ubicado en el otro extremo de la sala. Saca una pila de vasos de plástico (esos de cumpleaños) y los reparte. Pregunta a quién le corresponde traer la bebida. Cada semana, uno de los integrantes del grupo debe traer algo para brindar al final de la sesión. Es una especie de juego en el que todos intentan ser originales, está mal visto repetir. A nadie se le ocurriría traer algún licor o un whisky. Sin embargo, en la última reunión del año pasado, fue el propio Padre el encargado de traer la bebida. Fueron dos botellas de sidra, una con alcohol y otra sin alcohol. Cada uno podía servirse de cualquiera. La sin alcohol se acabó rápidamente, la alcohólica ni siquiera fue descorchada. Todos se divierten al recordar esa anécdota, sin ponerse del todo de acuerdo sobre si fue un juego, una prueba o qué. Finalmente, Beatriz abre su cartera y saca una botella de agua, con sabor a durazno. Sirve una pequeña medida en cada vaso e invita a brindar. Todos beben gustosos, hacen un buen fondo blanco y terminan con un aplauso y risas generalizadas. La reunión acababa de concluir. Vaya uno a saber los recuerdos que pasaron por la mente de ellos. El padre abre la puerta y un viento frío invade la sala. Todos, lentamente y en tono muy ameno, se saludan y se retiran en medio de distintas conversaciones. Jorge, cual maestro de escuela primaria, espera que salgan, firme, al lado de la puerta. “Será hasta el próximo viernes, buena semana” alcanza a decirles, antes de que ya no quede nadie. “Fue una linda reunión la de hoy, espero que les haya servido”.


Una noche en la Ópera | Por Laura Dal Poggetto-Comisión 33

Un recorrido nocturno por Ópera Bay, uno de los boliches más famosos de Puerto Madero. Toda la banalidad y referencias a la cultura pop que en una noche de juerga se pueden registrar.

Era la 1: 45 de la madrugada cuando llegaron en taxi a la puerta del recinto ubicado junto al Río de la Plata. La estructura del lugar ciertamente remitía a la Ópera de Sydney, a la cual su nombre actual hace referencia. Así como descendió el promedio de edad de su concurrencia, en sus quince años de existencia también bajó la pretensión de la discoteca en cuestión: antes era El Cielo, después fue Divino, ahora es una réplica tercermundista de un edificio icónico ubicado en la otra punta del planeta.

Llegaban a sus oídos los ecos de la música electrónica que retumbaba en el interior del local mientras esperaban al contacto para entrar al boliche por medio de una lista y evitar pagar entrada. Pese a estar en pleno mayo y expuestas a la brisa que llegaba del río, el frío no se sentía. Era una noche tranquila y la gente llegaba de a poco, tan calma como esa jornada nocturna.

Había grupos de chicas con polleras mínimas y tacos que las elevaban por sobre la altura del resto de las féminas de metro sesenta y cinco, cabellos brillosos sin dejo alguno de frizz que causarían envidia en cualquier chica L’oréal, los ojos expertamente fileteados por trazos de delineador perfectos, los brillitos calculadamente esparcidos por párpados y pómulos, el brillo labial rosado retocado por última vez metros antes que el remis las dejara en la puerta. Una pareja de treinta y pico se acercó a la línea que se formaba paulatinamente para entrar, miraron, debatieron entre ellos si meterse o no para luego subirse a un taxi que se los llevó de ahí. Las cabezas rubias, barbas prolijamente borradas de sus caras y el acento delataban a los turistas que se animaban a ir solos de excursión nocturna en busca de la famosa carne argentina. Muchos chicos resguardados en la seguridad de ir en grupo de a tres, cinco o más avanzaban determinados entre la muchedumbre -llevándose a alguno que otro por delante- acomodaban sus prolijamente descuidadas cabelleras y se aprestaban a entrar.

Finalmente llegó el contacto, Sofía V. Una de las tantas denominadas RR.PP. (Relaciones Públicas) que abundan en el mundo de los boliches de cualquier estatus, género y calibre. Son generalmente chicos con una gruesa lista de conocidos siempre ansiosos de esquivar el precio a pagar por ser parte de los reductos de moda. Resuelta, pasó por al lado de los patovicas y enfiló hacia la entrada. Junto a un grupo de gente, la cronista atinó a seguirla con su mejor cara de “estoy con ella”. Atravesaron la primer barrera, la de los “selectores” de clientela: los guardias ubicados al frente de la muchedumbre -que espera participar de lo que sea que se esté gestando en la noche del local- y que escogen de entre ellos quiénes corresponden allí dentro y quiénes no.

Sofía se dirigió hacia las chicas más buscadas por hombres y mujeres: las coordinadoras de listas. Ellas definen quién no necesita pagar entrada como el resto de los mortales. La cronista y sus seguidoras repitieron las palabras mágicas: “Soy amiga de...” y se aprestaron a esperar el pequeño ticket de papel que -ante la mirada despectiva del último guardia- les posibilitaría ingresar al lugar y empezar a experimentar los placeres nocturnos augurados. Un grupo de jóvenes chilenas se les acercó porque querían saber cómo conseguir el pasaje a la tierra prometida. Comentaron su dilema, la ya famosa historia de “conozco a alguien que conoce a alguien que me iba a anotar en la lista pero me dijeron que no estoy” con la mueca de desesperación y extrañeza correspondiente al discurso enunciado, y ante la respuesta del grupo –también célebre- de no poder ni saber cómo ayudarlas, se alejaron e impasibles repitieron su relato a los que formaban fila detrás suyo.

Finalmente entraron al boliche, que les dio la bienvenida con todo su esplendor de otrora. Los grandes ventanales permitían desde algunas pistas la contemplación perdida -para el pasado de copas y para quien cometiese la herejía de no sumarse a la fiesta propuesta de cuerpos sudorosos por tanto baile- de los viejos docks remodelados y ultra-modernizados de Puerto Madero, el río, y posiblemente avistar del amanecer para la hora en que botellas y vasos plásticos poblaran ya los pisos de resbaladizas baldosas, para ese momento empapados con los líquidos contenidos por esos mismo vasos y botellas, convertidos con su pegajosidad en un páramo para quien intentara caminar en tacos –y ¡oh! la odisea aún mayor de bailar con cierta destreza- por esas superficies. Varias piletas de 30 centímetros de profundidad distribuidas a lo largo de las pistas principales coronaban la estética kitsch-menemista del recinto, donde abundaban las luces fluorescentes y los sillones blancos símil cuero esparcidos por las denominadas áreas lounge o de descanso. Un amigo comentó que en la fiesta del último fin de año, miembros de Prefectura tuvieron que sacar al único que osó adentrarse en las aguas calmas de los piletones, bajo los efectos de varios brindis.

Los jóvenes sub-20 que poblaban en su mayoría el lugar bailaban con mayor o menor entusiasmo, controlaban que sus zapatillas Converse (abundantes en esta época donde el calzado deportivo goza de mayor estatus que mucho de los zapatos más elegantes) no se hubiesen salpicado con la cerveza del que ya caminaba con dificultad, mientras miraban de reojo si éste o aquella los seguía observando. En el baño, con lavatorios unisex, abundaban las guerras de agua y el flirteo, en una dramatización de un recreo de colegio secundario. Un coro de gritos agudos paralizó a todos los presentes por un momento que, movidos por la paranoia post-Cromagnon ante el menor signo de alarma, giraron sus cabezas en dirección a un grupo de adolescentes tardías con gran capacidad pulmonar que se abrazaban y saltaban al ritmo de los beats de la música techno de esa pista.

Entre guardias de seguridad que patrullaban walkie talkie en mano y la masa humana resurgió Sofía V. a su encuentro. Oriunda de Medellín, actualmente en Buenos Aires por estudio, comentó con su acento colombiano: “Esto es lo mejor que me pudo haber pasado, entro gratis y mis amigos también. Un día me llamaron porque un amigo le dijo a mi jefe: ‘Oye, esta chica está ideal para el puesto’, y me lo propusieron. Y ya. Ahora estoy de RR.PP. para este boliche y otros tres más. Si quiero ni me tengo que aparecer por el lugar, paso la lista con gente y ya. Me puedo llegar a hacer 200 pesos por noche. Ahora estoy esperándolo a mi jefe que me va a alcanzar tickets para tragos gratis”. Esperaron junto a ella un rato con la esperanza de no desembolsar entre 15 y 20 pesos para disfrutar de una bebida con alcohol, pero resignadas decidieron trasladarse a otra pista.

Cientos de personas se movían al compás de una canción de hip-hop. No importaba si habían nacido en la zona norte de Buenos Aires, en ese momento ellos se movían como si se hubieran criado en las calles del Bronx neoyorquino, pasado las tardes de sus adolescencias en las escalinatas de los típicos conventillos de los ghettos donde se originó ese género musical, imitando la pose de los mismos gansta rappers que si se encontraran por la calle, cruzarían de vereda.

Con la misma facilidad se adaptaron al ritmo relajado de Bob Marley – en ese momento todos eran de Jamaica y defendían la filosofía rastafari- y más tarde saltaron con The Clash como si hubieran estado en las revueltas obrero-estudiantiles de los ’70 cuando la “Dama de Hierro” Margareth Thatcher reinaba Inglaterra, aunque la mayoría haya nacido años después que la banda de Joe Strummer se separara.

A su lado, un grupo de tres uruguayos de 20 años y caras de púberes lampiños, arrinconaban desde sus 1.80 metros a una chica en clara desventaja con sus 25 centímetros menos de altura. Pasaron por varias de las etapas del levante amistoso: auto-presentación con nombre y edad incluidos, proposición de una amistad para con ella y argumentos sobre los beneficios de este tipo de relación. Ante la insistente negativa de la muchacha y su desesperado abrazo a un amigo que se encontraba en inmediata y salvadora cercanía, los chicos terminaron su rutina y jaqueados decidieron retirarse de la contienda amorosa.

El grupo decidió hacer lo propio. Mientras se alejaban de Opera Bay en pos de la Avenida Córdoba y un taxi, llegaban a sus oídos las estrofas de uno de los himnos por excelencia de Los Ramones. “Ay, nos hubiéramos quedado un rato más, me encanta esta canción”.

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