Comparto con ustedes los muy buenos trabajos realizados por Nadia Wojszko y Federico Ulbrich, dos alumnos de 2015.
Tanguera
del Tren Mitre
Por Nadia Wojszko
Keila
se acaba de enterar de que dos músicos se le adelantaron y ocuparon
la estación Belgrano C. del ferrocarril Mitre, cuyo ramal
Retiro-Tigre recorre cantando tango los miércoles y/o viernes de
cada semana. “Cuando canto parada en la estación me siento más
segura porque la que cambia es la gente, no yo. En el tren, la que se
mueve de vagón en vagón soy yo.” Ella supone, a partir de un
encontronazo anterior que tuvo con los músicos, que no compartirán
el espacio de la estación, actitud que condena porque ella cree que
entre artistas y vendedores de la calle “hay que ser solidarios”.
Entonces,
no le queda más remedio que cambiar de planes.
Keila
Tonello tiene 32 años, es oriunda de Federación, Entre Ríos, y
reside actualmente en San Fernando, provincia de Buenos Aires. Dueña
de una voz sólida y arrabalera, elige el tango para cantar en el
tren porque, por un lado, como ella dice, le da fuerza y la obliga a
tener presencia y, por el otro, “porque hay pocas mujeres que lo
canten ya que es un género muy machista”. Su contextura física es
menuda, su tez, color tierra y su cabello, corto, nutrido, negro y
ondulado. Dice tener facciones de los años ´30 y explica que tiene
un gusto estético por esa época, otra razón por la cual opta por
el tango. El monto que gana por jornada en tanto que “artista
callejera”,
como ella se define, es muy variable y oscila entre los 300 y los 700
pesos. El resto del dinero que necesita para vivir lo consigue
animando fiestas infantiles o para adultos.
Debido
al encuentro sorpresivo que acaba de tener en la estación, Keila le
da un giro a sus planes. “Esto es así: en la calle, hay que
lidiar con los otros músicos, los vendedores, la gente de seguridad
del tren”, comenta. Con bafle y mochila en mano, ella aguarda en el
último vagón a que el tren arribe a la terminal de Retiro y vuelva
a arrancar en sentido inverso, hacia Tigre. Súbitamente a las 17:15
un malón de cuerpos apresurados ingresa al vagón. Es viernes y
probablemente muchos de ellos estén emprendiendo el regreso a casa.
Las puertas del tren se cierran, señal que indica que es el momento
propicio para que el show comience.
Con
una mano temblorosa enciende el amplificador: “Siempre se siente
ese vacío antes de empezar”, confiesa. Su voz hablada es tan
sólida y tiene tanta presencia como su voz cantada. Suena la pista-
la cual reproduce desde un celular-de Callejera,
tango con el cual se siente muy identificada: “Antes de dedicarme a
cantar, vendía viandas andando en bicicleta”. Y concluye riéndose:
“La chica no se podía quedar en la casa”.
Se
atrevió a convertir al transporte público en su escenario de
preferencia el año pasado, tras una ruptura amorosa que la marcó:
“Al principio, terminaba de cantar con un nudo en la garganta.
Ahora él se arrepintió, pero el tren ya pasó”.
Keila
comienza a cantar y enseguida capta la atención de varios pasajeros,
sobre todo de un hombre que la mira fijamente con deseo-de fusionarse
con la canción o con ella-mientras hace la mímica de la letra con
los labios.
La
voz de Keila supera en volumen a la de una mujer que habla por
celular y a las ruedas del tren corriendo por las vías. Tres nenes
que piden limosna, el más chico con un pie calzado y el otro
desnudo, se ríen puerilmente porque Keila los mira a los ojos
mientras canta, luego la contemplan embobados. Callejera
culmina y Keila reproduce una pista de tango para pasar la gorra
entre los pasajeros del vagón. Quince le dejan dinero y el mayor de
los tres nenes que la miraban le entrega una moneda probablemente
donada por un pasajero. Ella se traslada para instalarse en el vagón
contiguo, por un lado, porque su oficio así lo exige y, por el otro,
porque entra en escena una cantora que lleva una guitarra, tanteando
a causa de su ceguera.
El
Mitre se detiene en la estación de las Barrancas de Belgrano donde
hay un recambio de pasajeros, porque es un punto nodal del transporte
porteño. Keila canta El
Choclo
mientras hace algunos pasos de baile. Entre los trajes grises y las
camisas blancas, ella se distingue por llevar un vestido naranja que
le llega hasta las rodillas con dibujos de rosas blancas y bordó.
Unas medias rojo chillón le cubren las piernas y unas zapatillas de
cuero marrón, sus pies. A cara lavada, sólo lleva sus labios
delgados maquillados en rojo.
Garganta
con Arena
inunda el tercer vagón del tren mientras las casas del barrio de
Núñez transitan por las ventanillas y un sol anaranjado se encamina
a su puesta. Un señor de unos setenta años mira a Keila disfrutando
de su canción y dice que “los tangos son clásicos, son como
Mozart”. El tren para y el clímax del tema se entremezcla con la
voz locutora: “Usted está en estación Rivadavia.
Próxima estación...” Un hombre se baja y, en un impulso, vuelve a
subir para dejarle dinero. Keila continúa su repertorio con el tango
que, aunque poco conocido, es uno de los más aplaudidos por los
pasajeros “¡Che, Gorda! Lo decís de una manera, sin mirarme tal
siquiera, me dan ganas de llorar. ¡Che, Gorda! Pensá un poco y sé
buenito, ¿qué culpa tengo negrito si no puedo adelgazar?”, dice
el estribillo. Antes de bajarse en la estación Vicente López, un
hombre vestido de traje le deja dinero. “Gimnasia sueca y
flexiones, baños turcos y fricciones, masajes del esternón. Un mes
que no como nada, tengo la sangre arruinada de tomar té con limón”.
Keila aprovecha el interludio: “La única dieta que me funcionó
fue la de la separación”, le dice a una mujer que la mira
riéndose. “Ella se ríe porque lo está pensando”, le comenta a
los pasajeros antes de arrancar con la segunda parte. Al pasar la
gorra, Keila recibe contribuciones de doce personas. Hoy tiene una
tarde afortunada,
en el sentido más literal de la palabra.
San
Isidro es una de las estaciones más generosas, en efecto, 16
pasajeros le dejan dinero a voluntad y una mujer le solicita una
tarjeta personal. A las 18:03 el tren pasa por Victoria,
aproximándose a la terminal, sólo iluminado por su artificial luz
blanca porque anochece. El tren está casi vacío y el frío se
siente mucho más. Keila canta el estribillo de Nostalgias
apoyada
sobre una baranda. Luego, decide cerrar su repertorio con el tango
inmortalizado por Tita Merello, otro de los que más gustan entre los
pasajeros. “Se dice de mí… Se dice de mí, se dice que soy
fiera, que camino a lo malevo, que soy chueca y que me muevo con un
aire compadrón. Que parezco Leguisamo, mi nariz es puntiaguda, la
figura no me ayuda y mi boca es un buzón”. Un vendedor de trapos
amarillos se sienta a contemplarla. Culminada la canción, Keila toma
asiento y se pone a conversar con él. El hombre tiene una entonación
de borracho y le cuenta que trabaja de vendedor ambulante desde los
ocho años.
El
tren arriba a la estación Tigre
y
Keila decide emprender el trayecto de vuelta cantando. Sabe que se
bajará en la estación Belgrano C. para cobrarles revancha a los
músicos que la obligaron a cambiar sus planes al inicio de su
jornada. Keila recuerda que un día en el que mientras cantaba en esa
estación, un señor ciego pidió que lo ayudaran a cruzarse de andén
para poder escucharla. “Esas son las cosas que me dan fuerza para
seguir”. Ella siente que su trabajo es crear algo de magia en la
rutina grisácea de viajar en el transporte público.
Por la vida, en globo
Por Federico Ulbrich
Ángel
Emilio Collante es un vendedor de globos que desde hace más de 35
años camina las calles del barrio de Belgrano para alegrar a los
niños con su inflables de colores. A los 15 comenzó esta profesión
y desde entonces nunca dejó de trabajar hasta llegar a ser uno de
los personajes más conocidos de la zona norte de la Ciudad de Buenos
Aires.
Son
las 15:45 de un viernes. Desde las ventanas del colectivo se puede
observar a un hombre cargando globos y pelotas colgando de un palo
con forma de T. Todo aquel que camine cerca de Cabildo y Juramento lo
conoce, aunque sea de vista. Tal vez antes era más normal ver un
vendedor de globos por la calle, pero hoy es uno de los pocos que aún
continúa en el negocio. Ángel Emilio Collante, mejor conocido como
"Pino", tiene 74 años y desde hace más de 50 se dedica a
vender globos y pelotas inflables. Es innegable que, a pensar de
todos los nuevos entretenimientos que puedan tener los chicos, esos
juguetes llenos de aire no pasarán de moda. Sus colores tan
llamativos son, tal vez, el motivo por el cual uno se los quede
mirando al pasar. Esto es lo que le permite a Pino seguir trabajando
como en aquellos primeros años. Y cabe aclarar, de manera sumamente
profesional. De hecho a este cronista le costó conseguir que le
dedicara algunos minutos para poder conversar. Él no quiere dejar de
caminar y los únicos días libres que se toma (los lunes y los
martes) no los usa más que para descansar. Una vez convencido, la
charla continúa en unos de los bancos de la plazoleta con juegos que
está al costado de la Iglesia Inmaculada Concepción (también
conocida como “La Redonda”). Deja a un lado su portaglobos
con el cual carga
sus productos mientras va caminando por las calles del barrio. Es
probable que pese más de 20 kilos y no se lo ve muy cómodo para
transportarlo. Sin embargo siempre que uno lo ve trabajando es con él
encima. “Lo tengo desde los años 70”, afirma. Al escuchar hablar
a Pino se le nota un defecto en el habla producido por una embolia
que tuvo cuando tenía 22 años. “Esa vuelta fue el único momento
donde estuve tanto tiempo parado” dice moviendo la cara y con
esfuerzo. Si bien le cuesta decir las palabras, su dialogo es fluido
y tomándose su tiempo puede conversar sin mayores inconvenientes.
Cuando
tenía 15 años, y trabajaba en una zapatería, se encontró en una
parada de colectivos de la Panamericana con un vendedor de globos y
quedó fascinado. Volvió a su casa y le contó al padre que quería
cambiar de trabajo y probar suerte. Con su aval, volvió un día a la
parada de colectivos, juntó coraje y le comentó a aquel vendedor su
intención de trabajar vendiendo globos. Fue entonces cuando decidió
abrirse camino en un nuevo oficio. "Resultó que el tipo tenía
como 15 empleados que vendían globos por toda la ciudad. La primera
vez que lo vi me quedé pensando todo el viaje hasta mi casa. La
segunda vez, ya más decidido y después de observarlo por un buen
rato, me acerqué y le pregunté si me podía tomar. Supongo que me
vio joven y entusiasta, porque aceptó al instante", cuenta
orgulloso. Todo al principio fue aprendizaje. Nunca le fue difícil
vender globos, pero dependía mucho del lugar. Comenzó trabajando en
la zona norte de la provincia de Buenos Aires como empleado de aquel
vendedor. “Anduve también por Munro y Flores hasta que descubrí
el barrio de Belgrano, y acá me quedé", sentencia. Unos meses
después de aprender el oficio decidió organizar su propio negocio.
Cuando se pone a hablar sobre quién lo ayudó durante aquella
primera etapa como vendedor independiente se lo ve muy emocionado.
"Mi papá me compró los tubos de gas y empecé por mi cuenta.
Él nunca vendió nada, siempre trabajó en la construcción, pero me
daba buenos consejos de cómo ganar en la calle”. Durante la
entrevista, algún niño que pasa se queda mirando los globos y
pelotas, pero los más interesados parecen ser los grandes. Y claro,
Pino es toda una eminencia en la zona. Es normal, según cuenta, que
lo inviten a tomar un café en algunos de los bares de la zona y los
transeúnte lo saluden como si lo conocieran hace mucho. Su
guardapolvo azul y el portaglobos
son distintivos inconfundibles para reconocerlo.
Su
mejor época de trabajo fue durante los años 70. Llegó a vender más
de 100 globos por día, según cuenta, y nunca le faltaron ofertas de
trabajo. Lo han llamado de la televisión y lo contrataron varias
productoras para trabajar de extra haciendo de lo que mejor sabe
hacer: vendedor de globos. “Hasta con Mirtha Legrand me tocó
participar” dice Pino. Sin embargo continuó eligiendo la profesión
que comenzó durante su adolescencia, a pesar de las malas épocas
del país. “Siempre me las arreglé como pude, de manera honrada y
laburando de domingo a domingo si era necesario” dice orgulloso.
“Ahora ya no. Me tomo los lunes y los martes para descansar, porque
los sábados y domingos es cuando mejor vendo. Me voy por Palermo y
la Costanera. Ahí sí que se vende bien.” En su vida tampoco
faltaron las mujeres. Habiendo enviudado dos veces eligió casarse
por tercera vez y hoy lo esperará Nelly con la comida lista cuando
termine de trabajar y vuelva a su casa de Munro. “Cuando llego me
gusta sentarme en el sillón y ver un rato la televisión. Después
de caminar todo el día tengo ganas de distraerme antes de irme a
dormir”.
Para dar por terminada la
conversación, Pino se pone de pie y se dispone a levantar y acomodar
el portaglobos.
Quedan muchas preguntas por hacer como dónde guarda todo su material
de trabajo cuando termina el día; por qué cambió los globos por
las pelotas; si tiene intención de jubilarse o si planea dejar a
alguien a cargo del negocio en algún momento. Todas las respuestas
deberán esperar a ser respondidas en otra oportunidad. El tiempo de
descanso ya se cumplió y como buen empleado, Pino debe volver a su
puesto de trabajo. Se va caminando a paso lento, moviéndose de lado
a lado. Se parece a un barco en el mar, en el cual la vela va siendo
empujada por el viento. Pero claro, algo es seguro. Si él decidiera
usar algún medio de transporte para ir por la vida, no elegiría ir
por mar y tampoco por tierra. Seguramente elijaría ir por aire y
viajando en globo.


